Lo dice Robe Iniesta el de Extremoduro en su canción «Salir»:
“Salir, beber, el rollo de siempre, meterme mil rayas, hablar con la gente, llegar a la cama y… al día siguiente, salir, beber, el rollo de siempre, meterme mil rayas, hablar con la gente. Llegar a la cama y al día siguiente ya no me acuerdo de ná”.
Estas cosas dice. Yo en mi vida me he metido nada (si es que un cubata de Lirios -que no Larios- con pepsicola no es droga dura). Y Robe Iniesta que cumplió hace cinco días 61 años seguro que ya no. Es más, para mí, si piensa en mil rayas es en el pantalón ese que usaban los abuelos vitorianos para salir de paseo los domingos. O, exagerando otro poco, mil rayas son las que puede haber entre todos los oceanográficos de España. Salir, beber, el rollo de siempre, pero de hace treinta años. O de ahora.
Porque pasan cosas. Como nos ocurrió a MJ y mí, el pasado viernes por la noche cuando salimos a cenar a un bar cercano, después de la graduación de nuestra hija.
El bar tiene un gran y merecido éxito, alegría a la que contribuyo cada vez que puedo: se come muy bien, a buen precio y sobre todo, el trato de los trabajadores/as para con el público es inmejorable, cercano y más que correcto, perfecto.
Eran cerca de las once de la noche. Habíamos esperado un poco hasta conseguir una mesa porque el Carlos (así se llama el lugar) está siempre a tope. Después de cenar un par de tapas cada uno y nos disponíamos a marchar cuando apareció un amigo al que hacía tiempo no veía y con el que nos pusimos a charlar un momento.
Enseguida me levanté, fui a la barra, pagué y le dije a Q, el amigo al que no había vuelto a ver, que si quería mesa, se podían sentar en la nuestra pues nosotros nos íbamos ya. Eso hicimos. Nos despedimos y cuando vamos hacia la puerta, un señor que estaba apoyado en la barra con una mujer (los dos más cerca de los setenta años que de los sesenta) me dice algo así como: eres un tipo despreciable. “¿Cómo?” le pregunté (creo que dijo “despreciable” aunque pueda tener mis dudas).
Aclaro que era la primera vez que veía a ese señor. Además, por el acento (del norte de España), pensé que era turista.
Ante mi asombro, continuó exponiendo sus argumentos:
-“Eres despreciable porque le has dejado el sitio a esa persona cuando estábamos nosotros aquí antes”.
– “¿Cómo dice?”, insistí porque no me estaba enterando de nada de lo que decía.
– “Sí, que estamos esperando para sentarnos y no nos has dejado el sitio a nosotros”.
– “¿Y cómo podía saber yo que ustedes querían sentarse en la mesa?”, pregunté con lógica aplastante o al menos con el suficiente sentido común.
– “Sí, porque le hemos dicho a la camarera que nos queríamos sentar”.
– ¿La camarera? ¿Ahora va a ser culpa de la camarera que atiende a un montón de cosas a la vez? ¿La camarera tiene que saber cuándo se van a ir los clientes de las veinte mesas que tienen entre el patio exterior, dentro del local y las de la terraza de fuera?
Yo creo que ni me escuchó. Siguió diciéndome que me iba a enterar, que la vida es muy larga y que lo iba a encontrar por el camino, todo en un tono amenazante y, para mí, sin venir a cuento.
Cuando intenté exponer mis argumentos repitió de que ya nos veríamos y se dio la vuelta dándonos la espalda y sin escuchar lo que le decíamos. Yo solo quería decirle que si hacía falta le diría a Q, mi amigo, que los de la barra, ellos (los del norte) estaban esperando a que nos levantáramos y que si no le importaba les dejara el sitio, sabiendo que a Q no le importaría y se levantaría.
En fin, lo dicho, no estoy yo ya para salir, beber, el rollo de siempre, (no) meterme mil rayas, hablar (eso, eso) con la gente, ni siquiera un viernes por la noche.
Fin.