Tengo dos amigos marinos; capitanes de navío, uno en alta mar y el otro debajo en un submarino, antes de atracar en tierra firme, incluso vivieron en Badajoz, que ya es tierra adentro. Son Mariano y José Luis y están familiarizados, con aquella aventura en el mar, del hijo pequeño que le dijo a su padre, que le gustaría salir al mar para hacer una breve travesía pues uno de sus amigos, que estaba de vacaciones, no había montado en un barco nunca y le hacía ilusión navegar.
Zarparon bajo un cielo brillante, con viento suave. El padre, desde el puente, sonreía al ver el entusiasmo de los chicos. Dejaron atrás al litoral.
A media tarde aparecieron nubes, al poco, otras más oscuras taparon el azul del cielo. Se hicieron olas gruesas, creció la fuerza y la intensidad del viento. Los chicos observaban al padre con mirada seria hasta que éste les dijo que abandonaran la cubierta. El barco, zarandeado por las olas, ascendía vertiginosamente y caía después precipitadamente; el oleaje barría la cubierta. Con la cara descompuesta el amigo le dijo al chico que se moría de miedo, que nos vamos a hundir ¿tú no estás asustado? La respuesta fue rápida y sencilla: “¡Cómo voy a tener miedo, si es mi padre quien lleva el barco!”. Al poco llegaron al pequeño puerto pesquero.
En el mar de la vida ocurren estas cosas a los que navegan por primera vez, inexpertos que se alborotan y marean, pero la confianza desplaza los temores. En las tempestades vitales es Dios quien nos tiende la mano para que nunca naufraguemos. La travesía, como la vida, no es fácil, no pocas veces la impresión de ser superados por la dificultad: enfermedades, disgustos de los hijos, falta de dinero… pero también nosotros podemos decir: ¡Es mi padre quien lleva el timón de mi vida! “Fluctuat nec mergitu”, es el lema de Paris…”se estremece y se agita, pero no se hunde”. Si confiamos no nos hundiremos en las tormentas de la vida, por muchos remolinos que haya.