Me extrañó que C. me llevara a su casa. Nunca dejaba entrar a nadie allí, pero ese día tenía algo importante que enseñarme. Subimos las escaleras, abrió la puerta de su mansión de sesenta metros como si fuera la única persona que sabía abrir puertas en el planeta Tierra. Un pasillo, un salón pequeño y luego, su habitación. Una cama y una persiana bajada. Y, al lado del cabecero de la piltra, en vez de una mesilla de noche, el motivo por el cual me llevó a su santuario: un páyoner.
Así me dijo que se llamaba el cacharro. Era un armatoste brillante, rectangular, macizo, de color gris y con unos botones ovalados. Un artilugio compacto, imponente y sólido a la par que elegante.
Se trataba de un equipo de música de contornos suavizados y con HiFi. De los caros. Eso dijo. Con los años supe que HiFi significa «alta fidelidad».
El suyo era de la marca páyoner. Lo mejor del mercado. C. decía páyoner como si supiera inglés y los dos sabíamos que en su colegio (el Alfonso X), como en el mío (el San José de Josefina Cerro), habíamos estudiado francés.
Páyoner. Si es que sonaba hasta feo. O sería la envidia que me corroía.
El páyoner era un aparato para escuchar música. Mientras yo me conformaba con un «loro» con doble pletina al que si le apretabas en la tecla Rec, dónde estaba el punto de color rojo, podías grabar de una cassete a otra, de una TDK virgen a otra, él tenía un equipo de música de los de miles de pesetas.
El páyoner tenía «baflex» diminutos, mi radiocasete, dos altavoces cascados de haberle metido caña escuchando cientos de veces el «pa tí pa tu primo» y la del «Torete, es la historia de tu vida.»
C. siguió con la persiana bajada. Visto así, el equipo compacto parecía de otra galaxia con sus luces verdes y sus botones que parecían funcionar sin ayuda.
De un ordenado montón de elepés originales empezó a escoger unos cuantos. Buscó una canción concreta de uno de ellos. La puso ponía unos segundos, subiendo y bajando ostentosamente los graves o los agudos. O los dos a la vez. Toqueteaba el ampli (yo no tenía ni idea de para qué servía un ampli, oséase, un amplificador, pero él repetía “el ampli”, que se supiera), subía el volumen hasta límites insospechados y luego ponía otro elepé.
Topo, el Quadrophenia de The Who, The Wall de Pink Floyd, el Avalon de Roxy Muxic.
Música desconocida y alucinante para mí que me había criado con los Chichos, los Chunguitos, los Calis, Bordón 4, Lole y Manuel, Tijeritas y Manzanita. Aunque no en este sonido envolvente.
Enseguida y a media luz, dejó de poner música, apagó el silencioso páyoner y me echó literalmente de su casa, de la luz tenue de su habitación.
Cómo olvidar aquel día cuando descubrí lo que era estar corroído por la envidia. Y por el rencor. Aunque casi a oscuras, yo había conseguido leer que el aparato de música se llamaba Pioneer. Eso ponía. Páyoner decía el tío. Como si supiera inglés.