El uno de noviembre era costumbre, en muchos pueblos de Extremadura, salir al campo a comer nueces, higos, castañas y dulce de membrillo. Era el famoso día de la chaquetilla o chaquetía.
Había quedado con mi amigo F y un colega suyo al que yo no conocía de nada, pero que tenía coche. Este año, por fin, no formaría parte de la aglomeración que se metía en el tren que nos llevaría a la estación de Aljucén. Ni iría andando o en bici.
Al día siguiente salí de casa con zapatillas de deporte Qarhu-las de las grandes ocasiones-, chándal azul oscuro casi negro Ardidas y en una mochila comida y bebida para un mes.
Mi amigo F iba en vaqueros y zapatos de pisotear la calle Santa Eulalia. El otro, su amigo el conductor (precausión amigo conductó la senda es peligrosa…), iba con chaqueta, corbata, pantalón mil rayas o como se diga y medio kilo de laca en el pelo.
Me pareció raro. Como yo le parecería al encorbatado por la mirada que me echó. No sé, tendría yo mala pinta para ir de excursión al campo el día de la Chaquetilla.
Nos montamos en su cochecillo de tres puertas. F. delante y yo detrás con mi chándal viejo y mi mochila llena de provisiones.
En aquella época se tenía la costumbre de ir al campo a la zona de la estación de trenes de Aljucén. El conductor de cuyo nombre no quiero acordarme dirigió su vehículo por la carretera que nos llevaría hacía ese lugar.
Enseguida y nada más salir de Mérida en vez de continuar recto por la carretera de Montijo en dirección a la estación de Aljucén y a los campos aledaños, mucho antes de llegar a Esparragalejo, torció hacia la derecha, en dirección al lago de Proserpina, más conocido como la Charca.
Me pareció raro pero no dije nada.
Al llegar a la Charca, antes de pasar la entrada del Tiro de Pichón, el amable, silencioso y engominado conductor giró a la derecha y se metió en la zona de los chalets que rodean el lago.
Ahí empezó todo. Cada vez que visualizaba un chalet de los grandes, el conductor-guía paraba el coche y decía:
-“Ese es el chalet de mi amigo fulanito. Mide 200 metros, tiene pistas de tenis y dos piscinas.”
Después de admirar la verja del chalet y algunos arboluchos que tapaban el sitio, volvía a arrancar el coche y continuamos la marcha. A los pocos metros frenaba de nuevo y sin bajarse del coche soltaba solemne:
-“Esta casa es de mi prima menganita, aquí hicieron la presentación en sociedad de tal y cual. Tiene tres piscinas”.
Así estuvo el chaqueteado chaval por lo menos una hora. Que si esa casa tiene cien años y es de madera de no sé qué. Que si ahí vive mi amigo tal y tiene cientos de hectáreas para él solo. Que si ese chalet tiene antena parabólica
Yo de vez en cuando tocaba a F en el hombro y le preguntaba. “¿Y cuando lleguemos adónde hemos quedado se podrá jugar al fútbol? ¿Habrá mucha cerveza? ¿Queda mucho para llegar?”.
F, miranda insondable, no decía ni mú.
Hubo momentos en que empecé a sentirme como José Luis López Vázquez en película “La cabina”, cada vez que había amagos de abrir la puerta, el conductor arrancaba el coche. O aceleraba.
Cuando el entusiasmado piloto nos enseñó de lejos y sin bajarse del coche, todos y cada uno de los chalets “caros” de la Charca -que casualmente todos eran de sus amigos-, dio por terminada la excursión, salió a la carretera, subió una cuesta, bajó otra más larga, llegamos al cruce de la carretera de la Charca con la de Montijo, torció a la izquierda, nos llevó a Mérida y nos dejó -a mí con cara de tonto, con el chándal de ir al campo puesto y mochila al hombro, F silencioso y pusilánime-, en dónde nos había recogido.
Lo que cuento ocurrió hace casi cuarenta años. Desde entonces, no he vuelto a ver al tipo de la chaqueta y la corbata.
Misterio sin resolver.