Hubo una época en que la Isla, en una esquina, a la altura del «piragüismo», estaba llena de árboles, la mayoría de ellos eucaliptos.
Ya he contado más de una vez que cuando jugaba a fútbol en el Imperio A infantil, la pretemporada la hacíamos en la Isla. Al atardecer. En el descampado que había al lado de los árboles, donde ahora hay una cancha de fútbol sala y otra de baloncesto.
Después de calentar y estirar un poco, nos poníamos a dar vueltas por toda la planicie reseca, que eso era el descampado de la Isla entre “el piragüismo” y los arcos del Puente de Fernández Casado más conocido como Puente Nuevo. Con todo el solato emeritense, más de treinta grados centígrados a la sombra.
Después de por lo menos una hora haciendo carrera continua y antes del partidillo contra los juveniles, nos hacían -Sebas Cuadrado y Miguel Freire eran los entrenadores-, meternos en la arboleda.
Por un lado se agradecía el fresquito que había allí dentro pero por otro, temíamos ese momento porque sabíamos lo que nos esperaba.
Enseguida nos teníamos que liar a esprintar de una parte a otra de la alameda. Todos a la vez por entre los árboles. Los más rápidos daban la vuelta enseguida y mientras unos iban, otros venían. Y si al principio era un caos de tipos en pantalón corto corriendo como locos, intentado no chocar entre sí.
Luego, no sé cómo, todo fluía. Y no era fácil correr entre los árboles. Tenías que estar pendiente no solo de no chocar con tus compañeros e ir sorteando troncos de árboles, también de lo peor, que eran las raíces que sobresalían del suelo y que no veías porque estaban entre yerbajos. Y había montículos y pedruscos. Y avispas y abejorros.
Tenías que ir girando y al llegar al final de los árboles, para no caer al agua, cambiar radicalmente la dirección sin dejar de correr aleccionado por las voces de los entrenadores.
Y cuando parecía que ya podías salirte de ese laberinto de ramas, raíces y pedruscos, el entrenador decía que «otra vuelta más». Tanto quiebro y requiebro era bueno para la cintura y para luego, en los partidos, regatear con facilidad a los rivales.
Lo curioso es que nunca nadie se zarandeó los tobillos, la rodilla o las articulaciones. A esa edad parecíamos de goma.
Al final de la jornada de entrenamiento, reventados, nos metíamos en el Guadiana. Nos daba igual que dentro del agua hubiera piedras redondeadas por la erosión de la corriente que nos hacían resbalarnos y nos lastimaban las plantas de los pies.
Me acuerdo de que una de esas tardes de verano, después del duro entrenamiento, uno de los del equipo juvenil (de dieciséis o diecisiete años) nos dijo a los más pequeños (de doce o trece años) que en la mitad del río, si buceábamos mucho, en el fondo había una corriente de agua potable, que se podía beber.
Teníamos tanta sed, que tres o cuatro, sin pensárnoslo mucho, nos tiramos al agua y fuimos nadando hasta la mitad del río. Y bajamos buceando.
Cuando salimos a la superficie eran tales las carcajadas de los de la orilla que ese día me di cuenta de lo duro que puede llegar a ser hacer el ridículo. Más incluso que casi poner en juego tu vida.
Menos mal que algo en mi cerebro -un momento de lucidez que fue superior al instinto y la sed- me dijo que algo no iba bien. No fui el único. Ninguno de los buceadores bebió agua del fondo del río.
La cuestión acuífera -agua para beber- se solucionó cuando alguno de los mayores rompió -con un peñasco afilado- una tubería que salía de una de las pilastras del puente nuevo. Aparte de beber ese agua, empezamos a aprovecharlo para ducharnos -en bolas y aunque pasara gente por allí- y no tener que hacerlo cuando llegáramos a casa todos sudados y cansinos del esfuerzo.