La Casa de las Bromas -regentada por el señor Julio y la señora María- era una tienda de barrio, conformado por un escaparate estrecho que ocupaba toda la fachada, una habitación pequeña y polvorienta con un mostrador hasta los topes y unas estanterías en las que se nos perdía la vista.
Aunque caía lejos de casa, más de una vez pasé por la Casa de las Bromas -en la calle de los Maestros, cerca de las Cuatro Esquinas de Mérida- a comprar un puñado de ruedas de «restallones» para mi pistola de vaquero.
Solía ser un negocio silencioso y lento, diríase que taciturno, con picos de mayores ventas en Carnavales, en la Feria de septiembre, en Semana Santa y sobre todo -ahora que se acercan las fechas, se añoran bazares como este- en Navidades.
Lo que más me llamaba la atención cuando pasaba por la puerta en dirección al instituto Santa Eulalia -o de vuelta de clases- era una mierda con forma de ensaimada en mitad del escaparate. Era de plástico. No hace falta decirlo.
Me acuerdo de una broma muy cruel que le hizo algún salvaje de mi barrio a una chica de la calle Calvario que ya de mayor dio clases particulares y que era muy buena persona (supongo que lo seguirá siendo). Ese día salió feliz de su casa toda vestida de blanco porque acababa de hacer la primera comunión. El tipejo le echó un bote de tinta china en el la volandera falda del traje de comunión. Aún lloraba la muchacha cuando ya empezaba a desaparecer la mancha de tinta.
Tinta -llamada tinta invisible o tinta mágica- comprada, cómo no, en la Casa de las Bromas de la calle de los Maestros.
Y uno podía encontrar, cohetes, barrenos, petardos individuales o ristras de petardos con forma de rueda, bombas fétidas que olían a huevos podridos y que más de una vez alguien soltó en clase, en un autobús urbano, en mitad de la calle Santa Eulalia, polvos picapica que hacían estornudar y te irritaban todo el cuerpo (de la marca Aat-Xim, se cuenta que en la Segunda Guerra Mundial se utilizaron para rociar la ropa del enemigo o para echarlo en preservativos), cigarros con fulminantes, una especie de tira pequeña de fósforo dentro que al encenderlos explotaba en las narices al fumador, ranas de chapa que si las apretabas con el pulgar, primero sonaban a lata y luego saltaban, tirapedos que se ponían en los asientos y que maldita la gracia que hacían, serpientes de plástico que no hubieran pasado el control de calidad de Félix Rodríguez de la Fuente, paracaídas, repiones (trompos, peonzas) de madera…
Y en carnavales el escaparate se llenaba de caretas, tarántulas peludas (de aquí que les tengamos tanto respeto años después…), cucarachas, escarabajos, dientes «de arriba» de plástico con colmillos, labios, pelucas y gorras de brujas, de piratas o de vaqueros, pistolas, esposas, antifaces y estrellas de chérifs, confetti, matasuegras, gafas, narices y bigotes de plástico a lo Groucho Marx y más y más.
La Casa de las Bromas, ese oasis de color e imaginación, echó sus puertas hace muchos años. Desapareció como desaparece todo, pero qué recuerdos nos trae a los emeritenses escuchar su nombre. Y es que para la nostalgia siempre hay tiempo.
Fin.