Se engalanaba la efímera calle Alfonso XIII para el estreno, primicia mundial, de “Jardines de España”, que acogería el antiguo solar donado, gratis et amore, por Doña María Luisa Grajera y de la Vera (María Luisa en lo sucesivo). A las 10,30 en punto de la noche daba comienzo la gran velada artístico musical y, sobre el escenario, un profuso decorado con escenas de las provincias españolas, dado que entonces había una nación que se llamaba España y no había ni nacionalidades, ni comunidades históricas de tal o cual artículo, ni independentistas pitufinos, ni presidentes felones.
El musical, con libreto de José María Laullón y música de los hermanos Carmona, iba repasando los cuadros de España en tono alegre, suave que me estás caricaturizando, con algunas actuaciones memorables a cargo de Maribel de las Heras y Vicente Losa que, con gentil donaire y desenvoltura, una de maja y el otro de chulapo, desgranaban sobre el escenario cantes, bailes y composiciones. No deja de ser chocante que en aquellos tiempos para eludir a los comisarios de la censura había que ir con pies de plomo y la sonda en la mano, empleando la inteligencia, las veladas alusiones y el sentido del humor: Hoy, los majaderos de lo políticamente correcto, canalla malvada y peor aconsejada, se la cogen con papel de fumar para unas cosas y tragan las vigas de lo indolente para otras. Entre el agravio y la afrenta, así está España en estos tiempos.
Si ahora escucharán a Maribel y Vicente cantar aquel chotis que decía algo así como: “Te quiero porque te quiero, porque te quiero pegar, porque sé que a ti te gusta, que viva como un rajá” pues iban apañados, porque esos de la corrección política, hipócritas de la necedad, los meterían en la cárcel. Y meses después pedirán la extradición del actor Glen Ford que en la película Gilda, que también pusieron en el María Luisa, le pegaba un sonoro guantazo a Rita Hayworth. Pero voy a dejar esto, que es salirme del guion.
Después sonaban los acordes de “Boga, boga marinera”, tan sentidos (que sin duda eran sentidos, consentidos y repensados) que Tomás Acosta, Manuel Ávila y José Casillas acababan mareados y, ya se sabe, que quien se marea cree que el mundo da vueltas, pues ellos empezaban por darlas en el escenario del María Luisa, tantas que el público estallaba en un mar de perlas líquidas, en aquel tiempo por nombre lágrimas, y aplausos, en aquel tiempo palmas (y olés). El toque estaba en la intención y en el deseo de acertar con el tono (sin tocamientos). Al final, rozando la hora de Cenicienta, la función daba a su fin porque entonces, gentes de orden, al día siguiente había que trabajar para levantar España (hoy en fase terminal).