Quinientos seis espectadores, ese es el aforo del remodelado Teatro María Luisa emeritense, sito en el número once de la calle Camilo José Cela, quinto español premiado con el Nobel de Literatura, “por una prosa rica e intensa, que con refrenada compasión configura una visión provocadora del desamparado ser humano”.
El hoy teatro, hace medio siglo era el cine Navia y esa calle tenía otro nombre que he decidido no recordar; a la salida, justo enfrente, estaban los telares y lindando Maderas León, ya en el callejón.
En la actualidad, la empresa maderera, se encuentra en la avenida dedicada a la megalópolis y capital autonómica maña, en la amplia calle Zaragoza, paralela al margen izquierdo del río Guadiana en el polígono industrial “El Prado” de nuestra ciudad y en ella, acogido, embutido y centrado, el restaurante de Luis El Gordo.
Esta vía se ha convertido en ruta habitual de los migrantes senegaleses que habitan, siquiera sea de manera temporal junto a la ribera del río, en el albergue municipal “El Prado”, que en estos momentos se encuentra en obras de remodelación y ampliación para acoger a esa marea humana y azulgrana.
Blaugranas, no por seguidores o aficionados del equipo del Fútbol Club Barcelona, no por “culés”, no, sino… por los colores de las prendas de abrigo que los ateridos senegaleses reciben como paliativo a su radical cambio climático.
Los jóvenes y enjutos huéspedes pasean, algunos, incluso disfrutan de parada y fonda en el coqueto restaurante de Luis El Gordo, descubriendo el engaño mayúsculo, rayano en el fraude y la evidente decepción por no cumplir las expectativas, a Luis El Gordo me refiero, porque… de gordo ¡nada de nada!
Harto de soportar más kilogramos de “peso bruto” que la “tara” permitida por su estructura ósea y enamorado como está, se ha propuesto y conseguido aligerar más de treinta kilos o en nuestro obeso argot: más de seis “tambores de Colón”. (Los tambores eran recipientes de cartón cilíndricos con capacidad para cinco kilogramos de detergente, en este caso, de la marca Colón).
Menús baratos y contundentes, donde nos saciamos y mezclamos gentes de todas las razas y oficios, en una suerte de O.N.U. emeritense, contemporánea y moderna, que igual conversa en vasco o en castúo que en francés o en wolof, lengua nativa de la etnia del mismo nombre hablada en Senegal y Gambia, hasta ahora, que además empieza a escucharse en la bimilenaria.
Y es que, disfrutando de dos huevos fritos con puntillitas, como mandan los cánones, con patatas fritas de guarnición, el obsequio inesperado y agradecido de dos hermosos filetes de lomo fresco adobado, acompañado por mi hija la enfermera, ¡sí, mujer! la que estuvo en Senegal hace seis meses atendiendo de modo altruista a todo el que pudo, que va y se pone a hablar en su idioma a los recién llegados.
Y en ese instante, gracias a la magia de Luis El Gordo (Dafa am yaram) y Maderas León (que los acogen en sus instalaciones), se iluminan como rayos de esperanza para nuestra especie humana en franco declive, descubriendo las dentaduras blancas, nacaradas, perfectas sin necesidad de ortodoncias ni correctoras estructuras metálicas, abriéndose paso en esas caras negras y sorprendidas de que una blanca aborigen e indígena les interpele en su idioma.
A uno de nuestros bellos hermanos, de piel y ojos negros zahínos, tal cual Dios los creó, se le escapan unas lágrimas de emoción o agradecimiento, al tiempo que yo, de lágrima fácil, me emociono por partida triple:
la primera, por ver que todavía queda un resquicio de esperanza para nuestra humanidad; la segunda por el orgullo que siento, como padre, al haber contribuido en idéntica proporción a engendrar y educar a la, para mí, mujer más perfecta del mundo (con permiso de su madre y la mía); en tercer lugar y no menos importante, por los dos huevos fritos que mi “hermano” Luis El Gordo acaba de adornarme con el lomo fresco y que les recomiendo prueben lo antes posible. ¡Ba benéen yoon, Jërëjëf!