Desde el patio comunitario del piso donde vivía antes, se veía el solar del Conventual de la plaza Santo Domingo de Mérida.
El Conventual se encuentra en la encrucijada de las calles Oviedo, Suárez Somonte, Atarazanas, Graciano, John Lennon y las traseras dan a la calle María Guerrero. Está casi en ruinas y, que yo sepa, nos e puede visitar.
Se empezó a construir en 1571 y se acabó en 1636. En esos 65 años ocurrieron muchas historias en Mérida, en España, en el mundo. Cervantes escribió el Quijote. En España mandaba Felipe II (y luego el III y el IV). Ocurrió la batalla de Lepanto. El Greco se empadronó en Toledo. Y Velázquez ya era un virtuoso con los pinceles.
En el suelo del Conventual se han encontrado restos romanos, visigodos, cristianos e islámicos. Es lo que tiene la inmigración, que gracias a la pluralidad, diversidad y mestizaje con el paso de los siglos, hace a las ciudades más interesantes y si no, que se lo digan a Mérida.
Fue un cementerio. Y ya en la guerra civil española y hasta 1947 se convirtió en cárcel.
Ese año 1947, unos catalanes montaron ahí la fábrica de la Corchera. Un par de años después, José Fernández López, un empresario de Lugo, que -creo, no sé si antes o después- había montado ya el Matadero Extremeño, compró la empresa y se la llevó a las afueras de Mérida, en dónde ahora se encuentra la Urbanización que lleva el nombre de la Corchera.
En 1951, ya lo he contado más de una vez, con quince o dieciséis años, mi padre empezó a trabajar en la Corchera. Después de 49 años, se jubiló allá por el año 2000, pero no la conoció en el Conventual.
En Mérida, mucha gente ha trabajado o conoce a alguien que estuvo en nómina de la Corchera o del Matadero.
Se pueden contar cientos, miles de historias sobre la Corchera y sobre los convulsos años del siglo XX.
Mi casa estaba llena de corcho porque a mi padre le salía barato. A veces poníamos el suelo de corcho y otras, las paredes.
Aunque de ese material lo más conocido son los tapones de corcho. Yo he visto chanclas de corcho. Y paraguas de corcho. Hace cuarenta años. Y mi hermana tuvo una falda de corcho. Y he visto tarjetas de visita de corcho. Y mucha gente tenía en su casa cubiteras de corcho. O posavasos. Y bolsos, llaveros, libretas, álbumes de fotos. Y abanicos, paragüeros, bolígrafos, el forro de alguna libreta o zuecos. Toda mi vida la he pasado rodeada de corcho. Y yo sin darme importancia.
Cuando vivía en el piso de María Guerrero, ya sin nada de corcho a mi alrededor, cada vez que me asomaba al Conventual y veía cómo los arqueólogos y trabajadores del Consorcio de la ciudad monumental, horadaban la tierra para encontrar vestigios del pasado, filosofaba pensando en lo apasionante que es vivir, aunque a veces, no nos demos cuenta.
Y que en un rato, con un poco de curiosidad, podemos pasar del siglo catorce al veinte. O al veintiuno y luego regresar a la Edad Media. Y viajar al pasado e imaginar cómo era la vida por aquellos entonces y lo que ha cambiado todo con el paso de los años.
E imaginaba que lo que veía cómodamente desde el patio de un tercer piso, lo habían pisado siglos antes, mucho antes de 1571 los romanos, visigodos, islámicos o cristianos, hasta remontarme a los primeros homínidos.
Y luego me acordaba que el Conventual -como me comentó mi amigo LZ, languidece en el olvido- fue cárcel, fábrica de corcho e incluso, ya en los años ochenta del siglo XX, cuando la John Lennon era la calle de moda en Mérida, una discoteca de verano con las paredes forradas de corcho para insonorizar el ruido de la música.
Fin.