En los años setenta del siglo pasado, la Comisaría de Policía Nacional de Mérida se encontraba en la zona de abajo de la Rambla Mártir Santa Eulalia, cerca de la calle San Juan. Con los años pasó a la calle Almendralejo, casi esquina con su travesía. Allí fue donde, me hicieron el mi primer carné de identidad, luego, en la de la calle Almendralejo, lo renové por lo menos un par de veces.
Lo que me interesa contar de este preámbulo está relacionado con lo que hubo antes que la Comisaría de la calle Almendralejo: un hospital.
Un hospital, pero no uno cualquiera, sino uno para locos, que no tenía nada que ver con el hospital que había en lo que es ahora el edificio de la Asamblea de Extremadura en la calle San Juan de Dios ni con el grande que hicieron más tarde en el Polígono Nueva Ciudad.
Me he acordado de ese hospital o «casa de curas» -que es como se le decía-, de la calle Almendralejo por el miedo que pasaba cada vez que iba al colegio.
Para llegar al «San José de Josefina Cerro» -así llamábamos al colegio- donde hice los ocho años de la EGB, tenía dos opciones. O salía de mi casa en Duque de Salas por la calle Calvario hacia abajo y luego a la derecha por Marquesa de Pinares o iba calle Calvario hacia arriba y luego a la izquierda por la calle Concordia hasta acabar en la calle Vespasiano.
Tardaba el mismo tiempo por ambos recorridos y además, siempre me encontraba con algún compañero de clases con lo que hacer más entretenido el camino, por lo que me era indiferente qué dirección tomar, lo que ocurre es que por una de las dos direcciones pasaba miedo: cuando tiraba por la calle Concordia.
En donde ahora está la Oficina de Urbanismo del Ayuntamiento de Mérida, junto a la parte exterior de azulejos azules y verdes de una panificadora -la fachada sigue igual que hace cincuenta años y aún se puede leer en letras grandes: «Panadería mecánica La Concepción. Juan Gutiérrez Guillén»-, y al lado de la salida de vehículos del parking de la Politécnica, ahí, exactamente ahí, estaba el motivo de mi pánico.
En ese sitio se encontraba la parte de atrás del hospital-manicomio que tenía su entrada por la calle Almendralejo, donde después estuvo la Comisaría de Policía que nombré al principio.
La primera vez que me asusté fue un día que volvía de clases por la acera, bajando la calle Concordia y empecé a escuchar chillidos, lloros y voces.
Cuando estuve cerca del escándalo que salía de dentro de una casa, vi de pronto trozos de dedos que salían por una puerta que estaba como cegada con rejas.
Y los dedos se movían. Y veía esos trozos de dedos como culebras gordas y rosáceas que se agitaban arriba y abajo a toda velocidad. Sin sentido. Sin saber por qué. Y me daba miedo, mucho menos. Yo tendría yo siete u ocho años y creo que ahí fue cuando descubrí el miedo. Un pánico instintivo que me acompañó muchos años.
En la adolescencia empezaron a gustarme mucho las novelas de Stephen King, pero esa es ya otra historia, sobre todo porque hasta ahora, no he visto ninguna en la que aparezcan dedos que se mueven por su cuenta, como si no los moviera nadie.