Todas las familias guardan alguna receta única e intransferible, que va pasando de cada generación a la siguiente, por parentesco genético, con el celo propio y el compromiso inequívoco de nunca ser desvelada a nadie externo al círculo consanguíneo.
No basta con ser pariente, no, ha de ser de abuelas a madres y de éstas a sus hijas, aunque bien es cierto que, en Extremadura, (en el caso de las migas, la chanfaina, la caldereta, el aderezo de aceitunas, el guiso de las matanzas e incluso el vino de pitarra) también desde nuestros ancestros hasta los nietos.
Vamos, para que quede bien claro, que una suegra no se la revela a una nuera por mucho que esta última se empeñe y por bien que trate a su hijo, no vaya a ser que, siguiendo las modas imperantes, se manden a paseo y en el envite se lleve, en concepto de resarcimiento, el secreto culinario.
Es bien sabido que, en el mundo de la repostería, la sincronía es fundamental y contar con la literal sucesión de factores, pesajes, temperaturas y cronómetros, para obtener un producto final idéntico, por más siglos que hayan transcurrido desde tiempo inmemorial hasta nuestros días.
Históricamente, los conventos españoles han ejercido de custodios de auténticas joyas pasteleras o gastronómicas, elaborando y evitando la publicación de las fórmulas magistrales, protegidas e incluso defendidas, por las monjas y monjes de clausura (como ocurrió a principios del siglo XIX, durante la Guerra de la Independencia Española).
En la emeritense casa de mis padres, esta sucesión de ingredientes, medidos con científica exactitud y tratados a la misma temperatura era un bizcocho de nata y naranjas, denominado torta y que, en la actualidad, quizás influenciados por el concurso televisivo Pasapalabra, hemos rebautizado como rosco.
En mi casa natal, junto al Teatro Romano, la nata se obtenía al hervir (tres veces) la leche fresca de vaca, natural y recién ordeñada, sin aditivos ni conservantes, era la que marcaba la excelencia.
Las pastelerías escaseaban y sus exquisiteces se reservaban sólo para ocasiones excepcionales (bodas, bautizos y enfermedades), en las fiestas se disfrutaban los dulces que mi abuela, madre, tías y primas elaboraban para acompañar las celebraciones religiosas y que, por arrobas, se afanaban en tener listos en las vísperas.
Pues bien, llegados a este punto he de confesarles que, hoy en día, nada de lo anterior cumplimos, ni los ingredientes son los iniciales, ni las medidas, ni los tiempos de cocción, ni tan siquiera los utensilios de cocina necesarios para la elaboración del oscuro objeto del deseo de todo el que tiene el placer y privilegio de probarlo.
En mi casa, al menos en lo culinario, reina la anarquía y la nata se sustituye por la leche de caja entera, semidesnatada o desnatada, con o sin lactosa, enriquecida de modo natural o artificial, con o sin vitamina D o Calcio, dependiendo de lo que se encuentre por la alacena y de las ofertas del supermercado de turno.
El limón empieza a ser natural una vez comienza la recolección del limonero del jardín, plantado creyéndolo de esa variedad tildada “lunero” y que, según comprobamos ahora, tan sólo da su preciado fruto a partir de san Martín, hasta este momento lo sustituíamos por yogur de limón.
El aceite de oliva virgen extra, a la espera que regule su precio con la buena cosecha de esta campaña, adelantada y generosa en calidad, cantidad y valor para los olivareros, lo reemplazamos por el más barato y humilde aceite de girasol.
Y basándonos en el axioma de Pitágoras, a la propiedad conmutativa me refiero, lo hacemos sin orden ni reglas fijas y siempre está ¡sublime! Y ahora, les dejo que… voy a desayunar o merendar el rosco y, como desde hace más de medio siglo, acompañado de mi Cola Cao.
Pd. Para los que aún no se hayan dado cuenta, les advierto que: ¡faltando naranjas, buenos son limones!