La casa de al lado de la mía olía a cola de pegar y a cuero. De la puerta sobresalía una enorme barriga rosada, con un ombligo que parecía el botón de una radio de las antiguas. Era del zapatero. Enfrente de su casa vivía el alfarero.
Como hablaban a voces de una acera a la otra, me enteré de que iban a quedar el próximo domingo en el corralón de siempre.
Los domingos tenían la costumbre de juntarse esos dos, el yerno del alfarero y el delgaíno de la gorda, así llamado porque su mujer abultaba el doble que él, para hacer una caldereta y beberse una arroba de vino entre los cuatro.
El delgaíno de la gorda era el más borrachín y escandaloso de todos. Esos domingos pasaba por todas las fases de la borrachera en diez o quince minutos.
Avanzada la tarde salía tambaleándose del corralón dónde hacían la fiesta. Lo primero que hacía es abrazar a los niños que jugaban por las aceras y que asustados por el olor a vino salían huyendo. Luego cantaba, lloraba, insultaba a su mujer. Enseguida la quería mucho para luego volverla a insultar. Menos mal que ella no se daba por aludida porque era una dama de armas tomar.
Los demás días de la semana lo veíamos detrás de ella, sumiso, cargando con la talega del pan, con un saco de picón, con un tambor de Colón o con un puñado de ristras de ajos al hombro.
A mí esas fiestas de los domingos no me gustaban. No por las risas que se escuchaban y por los chistes que contaban a voz en grito con la puerta del corralón que abrían de par en par cuando ya habían comido y bebido hasta casi reventar. Tampoco me hacían gracia las ocurrencias del delgaíno de la gorda ni las canciones de Rafael Farina, Juanito Valderrama o Antonio Molina que alguno de ellos cantaba con buen tino y menos voz, al poco de empezar a beber.
No me gustaban porque aunque nunca lo dijeron, los vecinos de la calle sospechábamos de dónde salía la caldereta que tan bien olía, a qué negarlo, domingo tras domingo.
Solían hacerlas en época de celo, en cuanto por la calle se empezaban a escuchar los lamentos, gemidos y llamadas de celo de las gatas y las peleas a muerte entre los gatos machos guiados por la llamada de la naturaleza.
Yo me asomaba al balcón para verlos y escucharlos. Era un espectáculo digno de ver. Los gatos se escondían, se ondulaban y andaban por los tejados entre las tejas con una delicadeza digna del más fino bailarín.
Hasta que de pronto dejaron de hacerlo. Se apagaba el maullar de los felinos en celo, desaparecían sus sombras cimbreando por los tejados. Y todo coincidió con los domingos de caldereta.
Al principio yo seguía asomándome al balcón de mi casa porque era extraño que hubiera desaparecido de pronto el coro de plañideras que conformaban los gatos y gatas siguiendo sus instintos y el inexorable curso procreador de su naturaleza.
Una tarde me pareció vislumbrar en una esquina del tejado del alfarero que vivía enfrente de mí y del zapatero –la fachada de su casa ocupaba por dos– algo que parecían trampas para ratas grandes y que parecían ser las que utilizaban para cazar gatos, pero nunca se pudo demostrar que fuera tal como todo el mundo sabía.
No. No me gustaban las fiestas de los domingos que hacían el alfarero, su yerno, el zapatero de barriga prominente y el delgaíno de la gorda por muy divertidas que parecieran. No.
Fin.