Martínez Mediero había triunfado en Madrid en unos tiempos -final del franquismo y arranque de la “Transición”- en los que te podías jugar el tipo. El texto de su más celebrada pieza teatral estaba lleno de intencionalidad y las geniales interpretaciones de Germán Cobos y Berta Riaza llevaban al público- segundas lecturas se llamaba-el mensaje que el autor pretendía. El título de la aplaudida obra -en Madrid se triunfaba o se “cagaba- era “Las hermanas de Bufalo Bill. Así fue cómo, flotando en la ola de su caché, Manolo Martínez Mediero hizo una versión de “Lisístrata” para el “marco incomparable”. Era el año ochenta, con la cosa política muy revuelta, la democracia tambaleante y el “veintitrés efe” a seis meses por venir.
A Mediero el envite teatral le salió redondo. Por de pronto incorporó a la nómina de su montaje a uno de los directores que mejor entiende el Teatro Romano: Antonio Corencia. Luego se encontró con interpretaciones de lujo, a cargo de Victoria Vera como Lisístrata, Manolo de Blas encarnando a Floripón, y Terele Pávez en el papel irrepetible de Furitis. El espectáculo resultaba arrollador, con el Teatro abarrotado de espectadores, enganchados en la trama, las diez noches que estuvo en escena. Las gradas eran un jolgorio y hasta los actores secundarios rompían todas las expectativas.
Puede decirse que aquello fue una celebración colectiva. Tal vez porque la sociedad pretendía tomar la calle y prodigarse en los recintos de espectáculos para asegurar que la democracia valía la pena y que la libertad también encontraba su acomodo en un desvencijado monumento, bajo las estrellas.
Pero hubo un hecho, singular por anecdótico, que colmató la autoestima de los habitantes de este embudo, entre colinas chatas, que es Emérita. Lo protagonizó Guillermo Galán, emeritense y hombre de teatro, cuando tocaba la gloria de Talía con una interpretación esperada, especialmente por los “pecholatas», atentos al triunfo de alguien cercano, casi uno de los suyos. El personaje que encarnaba era nada menos que Pitágoras y la trama argumental de la broma se centraba en aquel imperecedero Teorema que tan tempranamente aprendimos en las Escuelas.
Comenzaba Guillermo, solemne con su túnica -¡¡ Oh discípulos amados, he descubierto un Teorema..!!,- para recitar luego, gesticulando ampulosamente, todo lo concerniente a los catetos, la hipotenusa, el cuadrado de los mismos y otras “gambas”. Crecía luego el tono compulsivo de su disertación, para concluirla con una soflama, casi volcánica por disparatada, que levantaba al público como un resorte, en una ovación larga y calurosa. Pocas veces, al menos este narrador no lo recuerda, se ha producido ese milagro de complicidad teatral, entre un actor secundario y un público desternillándose de felicidad.
Tuvo la Lisístrata de Mediero/Corencia muchos detalles afortunados. Uno fue aquel gran barco griego que salía a escena, abanderado por la asamblea de mujeres contra las que Manuel de Blas, manos en jarras y tono de Lavapiés, se enfrentaba en plan borde : ¡¡ Y este barquichuelo, ¿de dónde ha salido? !! El personal se retorcía de risa, en unas gradas que entonces, no incorporadas aún las entretenidas almohadillas, resultaban mucho más duras.
Otro invento fue un impactante “Ícaro” que “volaba” por un cable, apenás perceptible, a considerable altura sobre la escena y que diseñó el arquitecto pacense Eduardo Escudero, metido también en el lío de aquel montaje. Resultaba de un gran impacto visual, algo así como si los atenienses se sacaran la aviación de la manga de los dioses, y hablaban las malas lenguas que aquel propio, deslizándose tan alto, tenía que fumarse antes un par de “canutos”, para superar el canguelo y el vértigo. Aquel efecto especial, doy fe de ello, volvía loco al respetable.
Aquella Lisístrata quedará para siempre en nuestros corazones y nunca el tiempo borrará las emociones que nos produjo. Quien esto cuenta la vio, con desbordante deleite, las diez noches y en todas ellas, pasadas las doce, pitaba el expreso Badajoz-Madrid al arrancar de la estación de Mérida.
Y fue precisamente una noche de aquellas, después de la función, no alcanzo a recordar si la del estreno o la siguiente, cuando un nostálgico del pasado régimen, conminó a Martínez Mediero, a punta de pistola y por las traseras del Parador, a cantar el “Caralsol”, cosa que en tales circunstancias, dicho en descargo del dramaturgo, para ninguno de nosotros hubiera supuesto ningún problema habiéndolo cantado tantas veces desde niños.
Este último y vejatorio trance debió ocurrir, más o menos, por la hora en que el expreso de Madrid llegaba a Cabeza del Buey. Aquello, sin embargo, no superó el nivel de anécdota, porque Lisístrata siguió arrollando el resto de las noches, mientras Manolo Martínez Mediero lucía, con discutible discreción, la impresionante y disuasoria escolta de una pareja de guardias civiles.